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¿Por qué no hay más mujeres en puestos de poder político?

“En la última década, las mujeres de América Latina hemos hablado. Después de habernos sentido confinadas por demasiado tiempo a espacios privados e invisibles, las mujeres de todo el continente estamos invadiendo calles, plazas y demás lugares públicos exigiendo ser escuchadas. En diferentes formas, con diferentes voces, gritando o susurrando en lo que corresponde ya a una rebelión histórica significativa” (Vargas, 1992:17).

A nivel mundial, las mujeres representan casi la mitad de la población, sin embargo, y a pesar de ser un grupo vulnerable en temas de pobreza, desempleo, salud y falta de acceso a la educación, están muy por debajo de ser representadas políticamente en la toma de decisiones que pueden hacer valer su voz y sus derechos de forma efectiva, impactando positivamente su vida y su desarrollo.

Y es que en un mundo regido por estereotipos, sesgos, roles de género y discriminación estructural, el derecho de las mujeres a votar y ser elegidas, pasando por la igualdad reconocida en las constituciones políticas, es relativamente reciente. Su participación en cargos de elección popular avanza, pero lo hace lentamente y muestra aún una gran brecha que impide contar con políticas públicas equitativas que cambien de fondo la realidad de las mujeres. Según datos de ONU Mujeres al 2022, solo 21% de quienes ocupan ministerios a nivel global son mujeres, solo 14 países han alcanzado la paridad y solo 30 mujeres se desempeñan como Jefas de Gobierno/Estado en 28 países, y a este ritmo la igualdad de género en las más altas esferas de decisión no se logrará por otros 130 años.

En América Latina, las mujeres empezaron a tener más presencia en la política durante las décadas de 1970-1980 con distintos movimientos de mujeres y revolucionarios, y ascendieron a posiciones de poder en los 90, cuando la ola de regímenes dictatoriales de la región dio paso a gobiernos más democráticos. Diversos elementos contribuyeron a dicho avance, entre ellos, las leyes de cuotas tan criticadas por ir en contra de la selección por mérito, pero que, han demostrado ayudar a renovar y mejorar los procesos de selección de candidatos y los liderazgos.

Actualmente, de las 30 mujeres que se desempeñan como Jefas de Gobierno/Estado, solo hay dos en América Latina, Xiomara Castro en Honduras y Dina Boluarte en Perú (ésta última casi por accidente),  ¿Y en toda la historia? una docena, a lo mucho. Y si vemos los parlamentos y los gabinetes latinoamericanos, salvo tres excepciones que alcanzan la paridad (Cuba, Nicaragua y México -que podría retroceder con el recién aprobado Plan B que elimina la cuota de paridad en el congreso-), también son minoría las mujeres y suelen ocupar cargos públicos en áreas concebidas como responsabilidad de la mujer en la esfera privada, es decir, áreas de cuidados: niñez, adultos mayores, discapacidad, o inclusión social, por ejemplo.

Pero entonces, ¿Por qué no llegan más mujeres a puestos de poder? Para Heller (2006:1) “las mujeres están entre ‘el techo de cristal y el piso engomado’, donde el techo de cristal es la limitación invisible que tienen en las organizaciones para su desarrollo gerencial y el piso engomado está marcado por las propias limitaciones que se autoimponen por privilegiar sus roles en la familia o por no animarse a dar el salto”.  Aunque Heller se refiere al ámbito económico, es perfectamente aplicable al político.

Por un lado, se cuestiona las competencias y atributos de las mujeres para ejercer el puesto, por lo que siempre deben demostrar más méritos que los hombres (títulos, grados educativos superiores, etc.), y se duda de sus capacidades para enfrentar crisis debido a los mitos sobre su debilidad; sin embargo, está comprobado que  las organizaciones lideradas por mujeres suelen ser más rentables y salen de las crisis más rápido, y existen pruebas firmes y cada vez más numerosas de que la presencia de mujeres líderes en los procesos de toma de decisiones políticas mejora dichos procesos (ONU Mujeres, 2013). Por otro lado, se cuestiona su habilidad para equilibrar la vida privada (hacerse cargo del hogar) y la vida pública, cosa que a los hombres no se les exige ni evalúa (al igual que el vestuario y muchas otras banalidades). Y cabe destacar que aquellas que logran acceder al poder son juzgadas con mucha más dureza que los hombres y muchas veces pagan altos costos personales (divorcios, maternidad tardía, etc.), pero vale la pena asumir los riesgos y dar el ejemplo, porque siempre se traduce en cambios culturales positivos: “si antes las niñas me decían que querían ser doctoras, ahora me dicen que quieren ser presidentas. Eso le hace bien al país” (Michelle Bachelet, 2007).

Las mujeres también juegan un papel auto limitante en esta situación. Un alto porcentaje muestra aún poco o nulo interés por las cuestiones políticas, debido, tanto a la persistencia de valores tradicionales (“la política no es cosa de mujeres”) como a su rol familiar, puesto que las tareas domésticas y la crianza de los hijos continúan siendo responsabilidad exclusiva de las mujeres en la gran mayoría de los casos. Por el contrario, hay mujeres que sí se interesan en la política pero no se creen capaces o no se atreven a desempeñar dichos cargos por las mismas razones mencionadas.

Finalmente, debe destacarse que la política ha sido históricamente masculina y los procesos de reclutamiento y prácticas de nominación al interior de los partidos políticos suelen estar llenos de discriminación. Son los partidos los que, por lo general, controlan quién accede y quién asciende a las estructuras de poder, y son éstos quienes hacen las nominaciones de candidatos para los cargos públicos, pero suele tratarse de estructuras sexistas que no otorgan igualdad de condiciones para las mujeres y si no las incorporan en sus filas no pueden acceder a puestos de dirigencia. “La competencia con los hombres por puestos políticos que son un bien escaso es evidente, con lo cual no debe extrañar la resistencia masculina al posicionamiento femenino” (Garretón, 1990).

Queda claro que falta apoyo de los liderazgos actuales para el avance de las mujeres en política, pero también hay falta de apoyo de parte de los votantes, sobre todo mujeres, quienes deben exigir competencias más igualitarias que permitan tener gobernantes con voluntad y capacidad de avanzar en los temas de género y fomentar verdaderas transformaciones en cuanto a las estructuras patriarcales dominantes.

Para que haya más mujeres en política y, por ende, en puestos de poder, debe también impulsarse políticas públicas con enfoque de género (como políticas del cuidado que les permitan participar y trabajar en igualdad de condiciones que los hombres), fomentar su participación, hacer leyes que se cumplan respecto a la paridad y la alternancia, e invertir en su educación, que es uno de los factores que les han permitido alcanzar más posiciones. En toda democracia, la igualdad de representación es una necesidad y una herramienta para alcanzar un desarrollo más inclusivo y más sostenible.

Han sido pocas las mujeres que lo han logrado, pero ellas han demostrado que a pesar de las limitaciones y del orden patriarcal, se puede acceder al poder y con él lograr cambios para favorecer a quienes han estado históricamente en una situación de desventaja y exclusión. Las mujeres son una fuerza importante para el cambio, de hecho, como ya advertían Buvinic y Roza en 2004, “la feminización del liderazgo político podría ayudar a contener la creciente insatisfacción con la democracia y el posible retorno a los regímenes autoritarios”.

“Si una mujer entra a la política, cambia la mujer. Si muchas mujeres entran a la política, la que cambia es la política”.

Florentina Gómez Miranda- Abogada y política argentina

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